Hay una película sobre Robert McNamara, una de esas personas a las que la historia tilda de malos recalcitrantes, en la que el explica muchas de las cosas que ocurrieron durante la participación estadounidense en la guerra de Vietnam y nos ofrece lo que él aprendió durante sus años de directivo, político y responsable.
Es una película que recomiendo ver a quien no haya tenido ocasión. Es diferente, interesante y formativa. A mi, lo que más me llamó la atención antes de verla y aun más después, fue el título. La niebla de guerra.
La niebla es aquello que hace a la guerra el acto humano (si se puede decir de esta manera) más impredecible. Uno sabe cómo empieza. Puede que sepa incluso cómo planificarla. Pero lo que no sabe es cómo va a terminar.
La razón es que esa niebla la genera la impredictibilidad de lo humano, el desconocer la reacción del enemigo, el comportamiento de los propios, el tiempo, el sin fin de factores que convergen en ese punto y que, finalmente, se transmutan en niebla.
Aunque el primer efecto de esa niebla sea cegarnos, dejarnos sin la visión real de lo que ocurre a nuestro alrededor, el segundo es que nos nubla la mente. Negamos la realidad o no aceptamos que el camino a seguir es el que vemos. Nos impide decidir y nos condena a la espera y la apatía.
Si queremos salir del atolladero en el que estamos, debemos quitarnos la niebla de la cabeza. Tenemos que hacer como cuando conducimos en las montañas, y ponemos las luces cortas para no perder la cuneta. Estamos más atentos y buscamos referencias que nos guíen. Vamos más despacio, pero no nos paramos. Y, si somos capaces, cambiamos de camino y vamos por rutas iluminadas.
Igual en nuestras organizaciones.